Jacobo Dopico: libertad de expresión y punitivismo populista.

Jacobo Dopico es catedrático de derecho penal en la Universidad Carlos III de Madrid y, entre otras muchas cosas, ha liderado la – ¡tan necesaria! – creación de la plataforma LibEx (LibEx.es), sobre libertad de expresión.

Resaltamos LibEx (y os invitamos a que la consultéis) porque creemos que es una demostración clara de lo importante –y lo relevante– que es una sociedad civil comprometida con el estado de derecho y la democracia. Pero ese no es el único ejemplo en el que ha participado Jacobo, como veréis en la entrevista.

Es por todos conocido el nivel jurídico de Jacobo Dopico, referente de nuevas generaciones de penalistas, y por eso queríamos resaltar una faceta suya –igual de importante que la de investigador– de la que fuimos testigos directos, porque Jacobo Dopico fue profesor nuestro en el máster de acceso a la abogacía de la UC3M. Su faceta de docente.

Pocos profesores viven las clases como él, con la pasión de compartir lo aprendido, de promover el conocimiento y el pensamiento crítico, con la capacidad de rectificar y abrir debates. No dudaba en mezclar el derecho con la cultura; con el cine, la música… Hacía las clases productivas y estimulantes, a pesar de las dificultades que provocó la pandemia (clases telemáticas). En resumen, un docente en mayúsculas.

Muchas gracias a todos por leer, y en especial a ti, Jacobo. Espero que disfruten tanto leyéndole como nosotros entrevistándole.

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Bloque jurídico:

Uno de los temas más controvertidos dentro del Derecho Penal es el endurecimiento de las penas. Muchas veces, de algunos delitos especialmente graves, se pide desde la sociedad (sin saber exactamente qué número, o qué porcentaje de la misma), el endurecimiento de las penas; en concreto, la cadena perpetua, o, al menos, mantener la prisión permanente revisable. Y, sin embargo, desde la doctrina penal, desde el profesorado universitario, se enseña que uno de los principios fundamentales de la pena es la reinserción, y se critica el endurecimiento del que hablamos, y, por supuesto, la pena de la prisión permanente revisable. ¿Cómo se puede llegar a puntos de encuentro? Entre la creencia de que no se debe endurecer las penas (racionalidad político-criminal), y la petición mayoritaria de la sociedad de que sí (voluntad popular), ¿qué debería prevalecer?

Comenzaría impugnando el marco de la pregunta: la idea de que exista una sensación en la sociedad de que sea necesaria la prisión perpetua revisable. En este punto me parece muy interesante ver los estudios que se han hecho sobre la “sensación general” de la sociedad respecto de cuáles son las penas que deben agravarse. Son estudios que no se limitan a una tosca encuesta que pregunta si se cree que debe o no debe haber prisión perpetua revisable (también llamada, con ese torpe eufemismo del legislador español, prisión permanente revisable), sin proporcionar más información ni más matices. Probablemente los más interesantes han sido desarrollados por el profesor Daniel Varona. En sus proyectos no se limitaba a preguntar “¿cree usted que hace falta aumentar la pena para el delito X?”, sino que les presentaba un “caso escenario” y les preguntaba “¿cuál cree usted que es la pena que está ya prevista para ese caso? ¿Cuál cree usted que sería la pena razonable para él?”. Pues bien: la respuesta de los encuestados era, en la absoluta mayoría de los casos, proponer una pena inferior a la pena que en realidad ya existía (porque ellos erróneamente pensaban que era más baja).

Esto nos pone ante una realidad: la extraordinaria necesidad de informar a la sociedad para la toma de este tipo de decisiones. Si las decisiones sobre las políticas de una sociedad se realizan desde el desconocimiento (si quienes son responsables de que la sociedad tenga esa información no la proporcionan), entonces lo que tendremos serán decisiones tomadas sobre la base de informaciones equivocadas. Si tenemos debates de política criminal basados en eslóganes, los electores acaban votando un eslogan y no la decisión que habrían elegido si se les hubiese proporcionado la información necesaria. Por ello, comenzaría impugnando ese marco de la pregunta, esa idea de que efectivamente existe en la sociedad una sensación general favorable a la prisión perpetua revisable, al endurecimiento de las penas.

En segundo lugar, es importante pensar cómo los principios y garantías penales se confrontan con las decisiones populares. Los principios que limitan la capacidad punitiva del Estado son principios impopulares. Y lo son porque restringen el poder punitivo; y en una democracia, el poder punitivo y todos los demás los poderes emanan del pueblo. Y a nadie le gusta que le restrinjan. Las limitaciones que se imponen a nuestras posibilidades de acción política son siempre incómodas; pero tenemos la experiencia histórica de que cuando se ha prescindido de alguna de esas limitaciones –permitiendo penas inhumanas o degradantes- hemos ido a peor como sociedad.

Por último, un matiz importante. El debate sobre la prisión perpetua revisable en España ha sido un debate lamentablemente superficial y poco informado. Un debate en el que la desinformación ha campado a sus anchas (y no a “sus” anchas, como si la desinformación tuviese de por sí alguna intención, o alguna voluntad: ha campado a las anchas de quienes han decidido extenderla). La idea de que aquí lo que estábamos decidiendo es “prisión perpetua revisable, sí / prisión perpetua revisable, no” es un claro error. Tan necio es plantear un tema como “prisión perpetua revisable, sí; prisión perpetua revisable, no” como plantear “prisión sí, prisión no”. ¡Dependerá de las características de esa concreta pena! Porque, por ejemplo, ¿cuáles son las características de la prisión perpetua en Alemania? Pues, su nivel máximo de cumplimiento no excede los 18-19 años de media. En Dinamarca, los 17 años (y nunca nadie en toda la historia de la regulación vigente ha cumplido más de 30 años). Y estos casos de prisión perpetua tienen unos límites y garantías más intensos que los que tenemos no ya para la “PPR”, sino para las penas largas “normales” de prisión en España. Piénsese que una condena a 40 años como la que prevé el CP en su artículo 73 – por la acumulación de dos condenas por asesinato- es más grave que la máxima pena de prisión perpetua admisible en Alemania. Una pena de prisión perpetua con una prohibición de revisión en 35 años (como se prevé para ciertos casos en el Código Español) implica, si se concediese la revisión a la primera, un internamiento penitenciario equivalente a dos perpetuas medias alemanas consecutivas.

Por ello, la discusión sobre etiquetas es por lo general poco útil, y con frecuencia quien desea organizar un debate sobre etiquetas es porque persigue un resultado distinto del que se alcanzaría mediante una decisión material sobre lo que está detrás de esas etiquetas.

La siguiente pregunta versa sobre la delincuencia patrimonial o económica; en concreto, sobre los efectos de la regularización fiscal, tan en boga en la actualidad. Y hacerlo teniendo en cuenta la regularización de dicha institución que existe en Alemania. ¿Cuáles serían las reformas ideales que necesitaría la regulación fiscal tal y como la trata nuestro artículo 305 del Código Penal?

Perdonad un disclaimer inicial. El análisis de una institución parcial, es decir, analizar la regularización fiscal aislada del resto de la regulación del delito fiscal, del resto de la regulación de las investigaciones tributarias, y coger sólo esa pieza para comparar cómo se regula en España, Alemania, Italia, Austria…, proporciona una información parcial.

Probablemente el análisis de la regularización fiscal en España sea interesante enmarcarlo en cuál es el enfoque que el derecho penal tributario, de manera general, hace del delito fiscal en España, en comparación con otros países europeos. Podemos comenzar apuntando el umbral económico a partir del cual hablamos de un delito tributario. En España, cometer un fraude fiscal de menos de 120.000 euros, un fraude fiscal de 119.999 euros, no tiene ninguna relevancia penal; es decir: que si unos señores se encargan de hacer un fraude de IVA de los llamados “fraudes de carrusel”, mediante el cual están engañando al Estado y consiguiendo que les devuelva fraudulentamente 119.000 euros, entonces la conducta es atípica, para pasmo y asombro de nuestros compañeros europeos. Y este primer punto, el de la no criminalización del fraude a hacienda por debajo de 120.000 euros (ni siquiera cuando estamos hablando de organizaciones criminales; ni siquiera cuando estamos hablando de tramas delictivas) es sorprendente. La ley penal austríaca, por ejemplo, sólo excluye del delito los fraudes menores. En la legislación penal alemana están tipificados todos los fraudes fiscales dolosos. En Italia están incluidos todos, desde el primer euro, si resulta que se trata de una falsedad especialmente insidiosa; y si se trata de simples declaraciones infieles, de fraudes menores, entonces se criminalizan por encima de 30.000 euros. Por lo tanto, lo que nos está diciendo esta primera aproximación comparativa es que en España la presión penal es muy baja. Y a ello hay que añadir la regularización fiscal.

En este contexto comparamos la regularización fiscal en España con la regularización tal cual está regulada en otros países –la “autodenuncia” o “Selbstanzeige”, como se la denomina en el sistema alemán- y el resultado es también llamativo. En Alemania, por ejemplo, para una exención por autodenuncia hay unos requisitos muy exigentes: usted debe confesar, antes de que se le descubra, toda posible infracción tributaria no prescrita de los últimos 10 años con respecto a ese concreto impuesto. Es decir, que si resulta que usted ve que “le van a pillar” la declaración tributaria del año 2017, y regulariza únicamente esa, pero posteriormente se descubre que no había regularizado otra relativa al IRPF del año 2020, su “autodenuncia” sería engañosa por omisión, y por supuesto no tendría ningún efecto eximente.

Nuestro sistema contiene además la “superatenuación fiscal” del art. 305.6 CP, que se introdujo en el año 2012. En este caso ya no hay que intentar confesar “antes de que te pillen”, que es lo propio de las autodenuncias. Aquí, si se descubre tu fraude fiscal delictivo, tienes dos meses para pagar; y si lo haces tienes una rebaja punitiva de uno o dos grados. Esto quiere decir que la pena de prisión puede bajar hasta 3 o 6 meses (una pena de prisión que jamás se cumple), y que la multa puede bajar incluso hasta la mitad de lo defraudado o la cuarta parte de lo defraudado -por supuesto, además de tener que reintegrar lo defraudado-. Pensemos sólo por un segundo en el efecto simbólico que tiene una multa de la cuarta parte de lo defraudado.

Y he dicho dos meses, pero no son dos meses desde que te descubren. No son dos meses desde que notifican que te han descubierto. Son dos meses desde la citación a declarar como imputado. Esto quiere decir que, desde ese momento, yo tengo dos meses para comprobar a cuánto asciende -perdón por los coloquialismos- “lo que me han pillado”, y pagarlo, obteniendo así una atenuación extraordinaria que impide, de facto, que un primario delictivo vaya a prisión y que limita la pena a una mínima multa que puede ser tan ridícula como la cuarta parte de lo defraudado. Siempre pienso que esto está bastante en consonancia con el hecho de que la ley que introdujo esta “superatenuación” saliese publicada en el BOE del día de los Santos Inocentes de 2012.

¿Qué opinas sobre la posibilidad del pago de una fianza para la elusión de la prisión provisional?

En principio, que se puedan adoptar como medidas cautelares para impedir que alguien se sustraiga del procedimiento tanto la fianza cautelar como la prisión provisional es bueno, pues supone un escalonamiento o graduación de las posibilidades que tiene el juez para hacer coercible la asistencia al juicio. Pero ello implica que, si es posible acudir a la fianza, no debe acudirse a la prisión provisional. De hecho, es una crítica habitual la que señala que en España se hace un uso de la prisión provisional excesivo. Lo que resulta extraño es que se pueda considerar necesario (en el sentido del triple juicio de necesidad, idoneidad y proporcionalidad que impone el Tribunal Constitucional para este tipo de injerencias de los derechos) dictar de entrada prisión provisional porque se entiende que el riesgo de elusión del proceso es alto, pero posteriormente y sin ulteriores datos entender que esa medida se puede sustituir por una simple cautela económica. Eso es una aproximación problemática. Lo que muy probablemente debería realizarse es una interpretación mucho más restrictiva de la prisión provisional; acudir en primera instancia, allá donde sea necesario, a medidas no tan invasivas, como las fianzas o a mecanismos telemáticos, y sólo en caso de inidoneidad de éstas, a la prisión provisional. Probablemente una reconsideración global de las medidas cautelares, reduciendo la presencia de la prisión provisional, y primando la presencia de otros mecanismos económicos, o telemáticos, nos proporcionaría una aproximación más razonable.

El pasado lunes 22 de junio ingresó en prisión Jordi Montull a sus 77 años y sólo cuatro días después lo hizo también Félix Millet con más de 80, ¿cómo valoras estos hechos desde una perspectiva político criminal? ¿Hay cierto populismo penal en entender que estas personas no deberían poder “librarse de sus condenas”? ¿Debería limitarse la discrecionalidad de la que gozan los jueces en este tipo de supuestos?

La primera cuestión que tenemos que plantearnos es la de cómo es posible que en el año 2021 estemos hablando de la ejecución penal en relación con unos hechos que datan de principios de este siglo. Permitidme una obviedad: lo que tiene la justicia lenta es que la gente se hace vieja… y cuando hablamos de una sentencia más de 15 años posterior a la comisión de los hechos, los reos que tenían cincuenta y pico años, ahora son septuagenarios. Esto nos pone ante un fallo objetivo del sistema (en sentido global: sin apuntar en concreto a la jurisdicción, ni a la fiscalía, ni a la policía), que además tiene como epifenómeno que quince o veinte años después nos disponemos a castigar algo que ya la gente ni recuerda. Esto, insisto, nos plantea un problema real bastante más amplio que la menor cuestión de qué se hace con los condenados septuagenarios.

La segunda cuestión nos plantea de nuevo la necesidad de una represión penal suficientemente graduada. Lo primero es que ya no se debería pensar en la cuestión como “o la cárcel o nada”, porque tenemos mecanismos de cumplimiento de la pena de prisión que pueden ser adaptados a las particularidades de ciertos penados, los cuales, por una cuestión ética, no deben ser castigados con un rigor que sus condiciones físicas y mentales no permiten. Por ejemplo, medidas como el tercer grado penitenciario o la flexibilización del segundo grado por la vía del artículo 100 del reglamento penitenciario. Es decir, debemos hacer uso de una panoplia de instituciones punitivas para supuestos de personas gestantes, ancianas, o que han desarrollado problemas mentales tiempo después de la condena. Y digo “hacer uso”, porque ya disponemos de esta extensa panoplia. Por lo tanto, lo que se debe hacer es una aplicación más razonable de estas variantes, que no determinen ni la impunidad ni la punición inhumana.

¿Existe, a día de hoy, populismo punitivo en la aplicación de la ley (debido a, por ejemplo, una determinada línea jurisprudencial)? ¿Cómo se explica que, en determinadas sentencias tan mediáticas, haya votos particulares tan opuestos a lo recogido en la sentencia (caso de “la manada”, por ejemplo)?

Por mantener rigor conceptual, yo no hablaría de populismo punitivo. Por cierto, un excurso sobre este término: la expresión originaria, obra del profesor de Oxford Anthony Bottoms (un tipo extraordinario, un investigador brillante y un anfitrión académico devoto) es “punitivist populism” o “punitivismo populista”. Esta expresión se usa para referirse a un cierto engaño por parte de los poderes públicos y, más concretamente, de los que tienen iniciativa legislativa o del propio legislador. Se busca incrementar las penas o hacer discursos de “mano dura” para dar la apariencia de que se está haciendo algo cuando en realidad no se está haciendo nada: no se efectúa gasto público para la prevención, no se dotan plazas de policía o incluso se amortizan, etc.. Por lo tanto, no creo que se pueda hablar de populismo punitivo para referirse a actuaciones que no son del legislativo o de poderes con iniciativa legislativa.

Me centro en los dos casos mencionados. En el caso de “la Manada”, si el voto particular se hubiese limitado a decir que veía problemas en la valoración de la prueba (es decir: que no veía prueba de cargo más allá de la duda razonable), nos encontraríamos simplemente con el principio de presunción de inocencia mostrando su cara más real, la cara antipática que nos limita cuando el poder punitivo del estado quiere castigar. Un principio que nos dice, “ya sé que creéis que es culpable, pero no me basta con esta prueba: necesitáis un nivel de prueba superior”. Sin embargo, lo grave de ese voto particular no fue tanto su afirmación de que no veía los hechos con la claridad necesaria para poder revocar la presunción de inocencia, sino la utilización de un conjunto de afirmaciones absolutamente intolerables y ofensivas. Nótese que fue algo minoritario, de un solo magistrado: los otros dos miembros del tribunal sí entendieron que había pruebas de un acto sexual sin consentimiento de la víctima y condenaron por un grave delito sexual a altísimas penas de prisión. Por ello, si eliminamos lo que sí era lamentable de ese voto particular, estaríamos, a fin de cuentas, ante el funcionamiento habitual de un órgano colegiado respecto a la valoración de la prueba. Y, una vez más: los principios penales son incómodos, impopulares y antipáticos. Lo inaceptable, eso sí, fueron esas expresiones vertidas sobre la víctima de un delito gravísimo, que revelaban un proceso de valoración de la prueba más que problemático.

A riesgo de simplificar mucho la cuestión, tenemos el caso de Hazte Oír de un lado y el de Valtonyc de otro, el poema contra Irene Montero y los titiriteros… Aparte de ti, ¿en España todavía alguien cree en el derecho a la libertad de expresión? ¿Seguimos considerando cierta esa frase ya un poco manida de “estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”?

Vayamos por partes. Yo creo que la posición absolutamente mayoritaria en nuestra sociedad es favorable a la libertad de expresión. Lo que pasa es que, cuando se organizan debates sociales, las voces que tienen preeminencia no suelen ser las voces más ponderadas o moderadas. Esto es una realidad; las voces que más suenan en los debates son las que más gritan.

Insisto en que creo que sí hay una posición mayoritaria a favor de la libertad de expresión, a favor de que el lenguaje satírico no deba obtener una respuesta punitiva y a favor de la sátira política, que es absolutamente imprescindible en democracia (y que no debe ser menos importante que la libertad de expresión política “seria”). Sin la existencia de sátira política, de irritación por la comedia, sin un bufón que se ría de nosotros, causando a veces molestia y escándalo para unos y para otros, no tenemos una sociedad sana.

Ahora bien, en segundo lugar, aparece la idea que he desarrollado antes. Los principios de la acción punitiva del estado son impopulares, porque protegen a quien tiene una posición, en este caso, minoritaria y molesta. Y le protegen siempre que no trascienda el umbral de la incitación a la violencia, que es el umbral en el que nuestro ordenamiento, y los principios contenidos en la Constitución y en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, trazan una línea roja infranqueable. Por ello, sí creo que hay una posición mayoritaria a favor de la libertad de expresión, pero incluso aunque no la hubiese, lo esencial es tener en cuenta esta visión “contramayoritaria” de los derechos fundamentales.

Por último, también creo que la libertad de expresión es un lugar de encuentro absolutamente esencial para la renovación de las grandes alianzas políticas. Probablemente, en los últimos años, con la tendencia a la polarización política que han traído las nuevas formas de comunicación, se requiera una renovación de esas grandes alianzas políticas, por parte de las fuerzas que dieron lugar al nacimiento de la forma política más noble que hemos conseguido en nuestra historia, que es el Estado social y democrático de Derecho. Una renovación que recuerde que este es uno de los núcleos sobre los que estamos ineludiblemente de acuerdo, ya que la libertad de expresión es el presupuesto -no el producto- del Estado democrático. Si las fuerzas políticas que formaron el modelo de Estado que en Europa se organizó tras la Segunda Guerra Mundial (las fuerzas que dieron lugar a ese gran pacto político, no aquellas contra las que se adoptó) no renuevan esas alianzas periódicamente, distinguiendo con claridad que una cosa es el disenso y otra la enemistad, entonces el sistema del Estado social y democrático de Derecho tiene poco futuro. Y la libertad de expresión es uno de esos lugares en donde todas las fuerzas políticas deben estar de acuerdo. Sería el lugar idóneo, insisto, para la renovación de esas grandes alianzas políticas y para detener este retorno a la destructiva dinámica “amigo-enemigo”.

LibEx ha nacido muy recientemente bajo tu dirección; una herramienta que facilita la comprensión del contenido y límites del derecho a la libertad de expresión. Es evidente que recursos como este contribuyen a mejorar sustancialmente la calidad de los debates públicos, pues de partida mejoran la información sobre la que periodistas y editores redactan sus artículos y diseñan líneas editoriales. Pero, en tu opinión ¿cómo podemos mejorar con garantías la calidad de la información sobre la que el público en general articula sus opiniones?, ¿se puede divulgar sobre casos límite sin “polarizar” al público?, ¿puede/debe un profesional del derecho “combatir” al tertuliano de turno cuando este último se pronuncia con manifiesta temeridad sobre casos límite?

Los que hemos creado LibEx hemos buscado, desde un inicio, dos utilidades. Por una parte, hemos tenido claro que queríamos crear una herramienta que fuera útil para los operadores jurídicos, porque los estándares protectores de libertad de expresión que surgen de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, no están tan presentes en la jurisprudencia, y no están tan accesibles al trabajo cotidiano judicial como otras fuentes. Algo normal, porque en la praxis cotidiana a un juzgado le llegan muy pocos casos que tengan que ver con libertad de expresión. Pero, aunque sean casos excepcionales, tienen una repercusión muy grande, y por ello es necesario evitar ese “efecto desaliento” o “chilling effect” que se produce cuando se imputa a alguien por hechos que están amparados por la libertad de expresión.

Pero había un segundo objetivo que también perseguíamos; lograr llegar a los que sí tienen la capacidad de repercutir sobre la formación del discurso público, es decir, periodistas o líderes de opinión, para que pudiesen tener acceso a este material en unos términos comprensibles por un “no especialista”. Y esto era un factor esencial.

¿Se puede incidir en el discurso público? Se pueden contrarrestar las derivas autoritarias en el debate público, y se puede hacer poniendo a disposición de quienes forman parte de una manera relevante de la opinión pública (medios de comunicación) de unas pautas claras sobre qué es lo que se considera acorde a los derechos fundamentales hoy. Ayudarles a tener claro qué es lo que se está haciendo en otros países, qué es lo que se está haciendo en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, qué es lo que dice nuestro propio Tribunal Constitucional. Es algo que debe estar presente en el debate público, y precisamente por eso lo ponemos a disposición de quien quiera entrar –hay que tener en cuenta que es una humilde web, que tiene el alcance que tiene–, y aunque tenga poco impacto en visitas, sí que tiene la capacidad para influir sobre quienes conforman la discusión pública, y eso sí que es enormemente importante.

Twitter es un sitio muy raro. Es un craso error confundir lo que puedes leer en Twitter (es decir: lo que el algoritmo de Twitter pone delante de tus ojos) con la realidad. Pero, dicho esto, a título anecdótico he podido ver cómo no sólo en resoluciones judiciales, sino también en redes sociales se incluían en las discusiones remisiones a la web de LibEx. Y se ponía a disposición de quienes querían entrar en ella. Esto nos ha producido un enorme orgullo: ¡se puede incidir de esa manera! Ahora bien, ¿debe el profesor entrar a contrarrestar al tertuliano? Depende muchísimo de los contextos: en muchas ocasiones lo adecuado será responder para aportar información o corregir datos (por ejemplo, en un debate abierto en pie de igualdad). Pero muy pocas veces hay esa posibilidad. Lo que sí debe hacerse siempre es intentar divulgar, difundir estos estándares de derechos humanos, para que la construcción del discurso público se haga con atención a los derechos fundamentales y no simplemente desde la emocionalidad, desde la ira o desde la desinformación.

En esta materia en España siempre hemos legislado “mirando” al terrorismo etarra -y ahora cada vez más a la dictadura franquista- y en Alemania, por ejemplo, lo han hecho teniendo muy presente el genocidio nazi. Juntando los temas del punitivismo penal y los delitos de odio, ¿crees que tener presentes este tipo de hechos históricos a la hora de legislar contamina el debate o lo acerca a la realidad? 

Formulación alternativa (elija su propia aventura): suponiendo que el enaltecimiento del terrorismo o los crímenes contra la humanidad deban estar sancionados penalmente, ¿debe Alemania regular de la misma forma el enaltecimiento del nazismo y el de los crímenes de los Jemeres Rojos?, ¿debe España sancionar de la misma forma a quien exalta la dictadura franquista y a quien reivindica la Rumania de Ceausescu? 

Voy a responder parcialmente.

El caso de Alemania es un caso muy raro, porque los hechos históricos de los que hablamos cuando hablamos de Alemania son absolutamente únicos. Estamos hablando de la experiencia del nazismo: un pasado que se ha convertido casi en el criterio universal para determinar cuándo algo es el mal absoluto.

El legislador, con los delitos de “incitación al odio” lo que hace es prohibir y sancionar los discursos incendiarios que provocan a terceros a realizar actos lesivos, que producen un peligro real de que alguien actúe de manera agresiva, de manera violenta. Es decir, cuando esa incitación, esa provocación, sea efectiva y real.

Pero a la hora de analizar si nos encontramos ante un riesgo real de que haya conductas violentas, el juez debe atender a la realidad histórica y presente concreta. Por ejemplo: discursos incendiarios dirigidos contra la población indígena norteamericana tienen una capacidad incitadora en ciertas regiones de los Estados Unidos que en España no tendrían, porque aquí no hay una situación de amenaza latente contra ese grupo étnico, que de hecho ni tiene presencia real. Por el contrario, en el caso español, un discurso incendiario anti-gitano sí puede tener una capacidad incitadora a la comisión de delitos que no tendría en otros países, teniendo que cuenta que la población de origen gitano ha sido objeto de una tradicional discriminación en nuestro país. Pero un discurso incendiario contra los inmigrantes finlandeses, por poner un ejemplo muy obvio, no generaría aquí el más mínimo problema social, ya que los finlandeses no constituyen un grupo vulnerable en una situación de amenaza en España.

Por ello, creo que el legislador no debe atender a si en el pasado tuvieron lugar los hechos X o Y, sino a si en el presente ciertas manifestaciones tienen ese efecto real de incitación y generación de peligro.  Lógicamente, ello depende mucho de las circunstancias sociales y de la historia; pero no parece razonable que el legislador cristalice en una ley qué hechos del pasado son los que deben ser analizados para determinar si existe ese peligro.

Otro ejemplo: la sentencia 378/2017 del Tribunal Supremo (ponente Luciano Varela), enjuiciaba la conducta de quien había dado vivas al Grapo. La sentencia entendió que se estaban dando “vivas” a un grupo que desde hace mucho tiempo no existe. Por eso, al no darse ese contexto terrorista, al no existir una situación en la que un discurso incendiario pudiese “prender la llama” y generar un peligro de nuevos delitos, se absolvió al sujeto. Es una conclusión lógica y razonable. Lo sorprendente es comparar esa sentencia con la sentencia, 3 años posterior, del segundo caso de expresión de Pablo Hasel, en el que los once tuits sobre los que se pretendía fundar la condena por enaltecimiento al terrorismo eran sobre los Grapo. Y es sorprendente porque el Tribunal Supremo, que en 2017 entendió que una alabanza al GRAPO ya no podía generar riesgo de réplica de nuevos delitos, en 2020 ya no toma ese dato en consideración.

Comentando en Twitter la sentencia Fáber c. Hungría (2012) -en la que el TEDH dijo que la libertad de expresión amparaba el hecho de ir a una manifestación antirracista con una bandera identificada con un régimen totalitario- dijiste: “lo contrario supondría la suspensión de la libertad de expresión ideológica por zonas y tiempos”. 

Cuando este tipo de comportamientos pueden suscitar reacciones violentas, ¿puede en algún caso la necesidad de mantener el orden público y la seguridad justificar una limitación de la libertad de expresión?

¿Estamos dispuestos a admitir que prohibimos que alguien exprese una idea porque es posible que le partan la cara? De eso es de lo que se trata. Distinto sería si hablásemos, por ejemplo, de la coordinación entre manifestaciones y de riesgos para el orden público: eso es otra cosa.

Recuerdo que en el año 2016 me pilló el día del Orgullo Gay en Filadelfia, saliendo de la primera gran prisión moderna de la historia –a la que yo, como penalista, fui a “tocar los muros por dentro”–. Iba con mi familia y, al salir, había un evento relacionado con el Orgullo. Y en una de las esquinas de la calle estaba el sempiterno señor con un cartel diciendo que esa gente (homosexuales, fornicadores, ateos… you name it) iba a arder en el infierno para siempre. Por supuesto, a nadie de los presentes nada le planteaba el más mínimo problema: usted cree eso, nosotros sostenemos lo contrario, y aquí estamos conviviendo. La idea de que debemos prohibir la expresión de ciertas ideas porque, a lo mejor a alguien le irritan y podría adoptar una acción violenta contra quien las expresa supone una auténtica dimisión por parte de los poderes públicos respecto de la protección de los derechos humanos. Sería algo así como: “disculpe, caballero: para proteger su vida, vamos a prohibirle la libertad de expresión, porque a lo mejor le cae una torta”. Esto plantea un problema grueso.

Es cierto que conocemos en nuestros ordenamientos cierto tipo de prohibiciones de expresión ideológica en un ámbito muy concreto: en el fútbol. No se plantea en la ópera. No se plantea en los coros y danzas regionales. No se plantea en los cocidos multitudinarios: se plantea en el fútbol. Y esto abriría otro debate. ¿Por qué tenemos un régimen de derechos fundamentales y libertad de expresión distinto en el fútbol? Y probablemente las respuestas que vayamos alcanzando si nos adentramos por ahí sean absolutamente sorprendentes. Pero como yo no soy futbolero, no voy a entrar y lo voy a dejar para otro momento.

(Aquí se abre un debate)

Entiendo que, si fuese orden público y seguridad frente a una prohibición absoluta de libertad de expresión, todos tendríamos clara la respuesta. Pero cuando es: “oye, puedes manifestarte con tus ideas en cualquier lugar y situación, menos en este concreto lugar y situación porque por un principio de seguridad vamos a tener que limitártelo” parece que el principio de ponderación se cumple.

Yo preguntaría: ¿cuál es el problema de seguridad?

Lo cierto es que admitimos la realidad de que hay agresiones y que, en las manifestaciones, las masas humanas a veces no obedecen a las mismas pautas que los individuos. Pero, en ese caso, lo que no podemos hacer es acudir a una limitación de la libertad de expresión motivada en que a lo mejor viene alguien y comete un delito contra usted debido a las ideas que usted expresa. Insisto, imaginad que de repente aparece gente ante manifestaciones fascistas con carteles hablando de los derechos fundamentales, y les prohibimos hablar de los derechos fundamentales porque a lo mejor les parten la cara.

La libertad de expresión no puede limitarse porque a lo mejor un delincuente decide partirte la cara por tus ideas. No puede ser, por poner un ejemplo, que en una manifestación fascista se prohíba llevar a alguien un cartel de “arriba la democracia, abajo el fascismo”.

Entramos en el ámbito de las redes sociales, del contenido y límites de la libertad de expresión. Cuando esos límites y esos controles de contenido se establecen por las propias redes sociales, surge una pregunta: el Estado moderno, que está viendo como determinadas competencias que hasta el momento sólo ejercía él, las ejercen las redes sociales de facto, ¿debe el Estado intervenir? ¿Debe el estado recuperar su competencia, bloqueando usuarios, moderando o manipulando discursos, etc.? Es decir, ¿debe el Estado activar mecanismos de defensa frente a estos nuevos actores?

Nos adentramos a una terra incógnita total. No hay mapa. Cada nuevo paso es un paso que dibujamos, y que además no sabremos cómo encajará con otros pasos que hemos dado. Es la primera vez en la que nos encontramos con que el elemento constitutivo de la democracia, el ágora, ya no es de titularidad pública. Es de titularidad privada. ¿Cómo reaccionamos ante esto? Es una situación completamente nueva.

Desde siempre tenemos opción de regular las condiciones de expresión en espacios públicos físicos: por ejemplo, prohibiendo las coacciones, o la censura previa, y, en caso de censura, la obligación de un proceso judicial contradictorio, etc. Pero, ¿cómo actuamos ahora? ¿Y si resulta que hay una empresa que no quiere que aparezcan mensajes de una determinada naturaleza en su red? ¿Puedo obligar a la empresa a que emita esos mensajes? En EEUU ya han dicho que no.

Otra de tus grandes cruzadas en relación con los delitos de odio y la libertad de expresión es que estos sólo son aplicables cuando la víctima es un sujeto que pertenece a un colectivo vulnerable, ¿cuál debe ser el “plano” para medir esa vulnerabilidad? La Guardia Civil no es en España un colectivo vulnerable, ni perseguido, pero ¿puede serlo en determinados ambientes o zonas geográficas?

Lo primero es explicar el principio (que no es ni muchísimo menos una idea mía, sino una interpretación jurisprudencial básica). Esta explicación no es fácil, porque la regulación es complicada. Por una parte, tenemos la provocación a la comisión de delitos, que está recogida en el artículo 18 del Código Penal. En esos supuestos da igual quién sea la víctima: es delito la provocación colectiva a la comisión de delitos contra cualquiera. Ahora bien, cuando estamos hablando de estas novísimas figuras de “incitación menor” o “sub-incitación”, como son las que se agrupan alrededor de la idea de “discurso de odio”, no nos referimos a una provocación directa a una multitud a la comisión de un delito, sino que estamos hablando de conductas que producen ese efecto también de una manera indirecta, a través de mensajes insidiosos que se dirigen contra grupos que ya viven bajo una amenaza durmiente: ahí basta con una incitación menos intensa para prender la llama que ya estaba latente. Esta es la lógica de los delitos de incitación al odio, a la violencia o discriminación. Si estamos hablando de minorías que están discriminadas en su sociedad, entonces hay discursos que logran prender la chispa, sin necesidad de llevar a cabo una provocación directa: les basta con reactivar esa situación latente.

Cuando estamos hablando de grupos que son agentes del estado (de la fiscalía, de la policía…), el TEDH y los tribunales españoles nos han dicho en diversas ocasiones que no cabe aplicar los delitos de odio. No podemos hablar de estos delitos cuando estamos hablando de agencias del estado: en primer lugar, porque no están en esa situación de amenazas latentes; en segundo lugar, porque las agencias estatales deben tener una mayor resistencia a críticas, aunque sean broncas, incluso excesivas. Es importante subrayar esto porque hace unos años surgió una tendencia, que si no yerro ya está desactivada, que quiso hablar de “delitos de odio contra la policía”. Así, por ejemplo, el Ministerio de Interior abrió un buzón online para que se denunciasen “delitos de odio contra la policía”, y tuvo que venir la Audiencia Provincial de Barcelona (esto se planteó con ocasión de los sucesos del 1-O), a decir que esto no es posible, que sobre esto ya había hablado el TEDH, y que aquí no se dan los presupuestos de este tipo de delitos. Lo mismo planteó el TSJ del País Vasco.

Por todo ello, en resumen, si hablamos de provocación directa a la comisión de delitos por medios de comunicación masivos o ante grandes grupos, entonces será delito independientemente de si se dirige contra grupos vulnerables o contra cualquier otro grupo o individuo. Pero el derecho penal antidiscriminatorio, que es el que integra de manera nuclear el delito de incitación al odio, la violencia o la discriminación, está hablando de una protección especial frente a amenazas más indirectas, como el discurso incendiario o de odio, para grupos que dentro de nuestra sociedad viven una situación crítica de amenaza latente. Pero como dice el TEDH, no es el caso de las agencias del Estado, de la policía.

Probablemente todo este “cortar pelos en el aire” venga de la incomprensión de esta doble vía: por una parte, las provocaciones clásicas, y, por otra parte, estas modernas “semiprovocaciones” que surgen con el delito de odio y el de enaltecimiento del terrorismo.

Bloque sobre experiencia universitaria:

Ahora viene lo que originariamente era una sola pregunta (¿por qué decidiste ser profesor?). Pero que Gabriel Doménech, atinadamente, nos la reformuló en dos: ¿por qué quisiste ser profesor en su momento? ¿Y por qué quieres seguir siéndolo a día de hoy?

Yo no sé si todo el mundo tiene claros los motivos de las decisiones que tomó sobre su futuro hace muchos años. En mi caso, me parecía más apetecible en aquel momento seguir estudiando. Y seguir estudiando suponía comenzar un doctorado, así que por ahí seguí. Luego me fui involucrando más, porque me parecía muy atractiva la vida universitaria. Pero no sé si tuve en su origen un planteamiento vocacional tan claro; lo que sí tenía claro era que quería seguir estudiando. Porque, por una parte, había terminado la carrera con menos conocimientos de los que quería. Y por otra, tenía muchos incentivos para continuar los estudios… ¡O a lo mejor estaba retrasando el momento de saltar al ejercicio de la profesión, no lo sé! Desde luego, lo que sí tenía claro era que lo que quería era continuar mis estudios. Y el mundo universitario, desde el total desconocimiento que tenía en aquella época, me parecía muy atractivo; pero insisto, no sé si tenía una cosa tan clara como una vocación. 

En cuanto al presente, creo que la profesión de académico, de profesor universitario, salvando los obstáculos a la evolución profesional, y quitando los problemas que hay para la estabilización laboral -que sobre todo padecen hoy los compañeros más jóvenes-, creo que se trata probablemente de una de las mejores profesiones del mundo: al menos para alguien con mi personalidad.

Porque en esta profesión tienes una posibilidad magnífica de desarrollarte por la vía de la investigación, siempre y cuando tengas una materia que te interese mínimamente (aunque, la realidad es que somos bichos adaptativos, y cuando nos dedicamos a estudiar un tema, al final nos acaba gustando). En mi caso, además, el tema al que me he dedicado, el derecho penal, es un tema objetivamente apasionante, si es que eso existe. Fijaos cómo no paramos de narrar historias sobre los crímenes, sobre los juicios, sobre las prisiones: ¡cuantísimo buen cine, cuantísima buena literatura hay alrededor de los delitos y las penas!

Pero volviendo al tema principal: por una parte, es un trabajo en el que se da una cancha extraordinaria a la investigación, a la curiosidad intelectual, a la posibilidad creativa (para elaborar tus propios trabajos de investigación); y, por otra parte, está la docencia, que requiere ciertas dotes interpretativas, para poder transmitir, y a mí esa actuación me gusta: una actuación que permite crear ese “valor añadido del profesor” que consiste en suscitar la curiosidad, hacer amena la materia y dotar de vida todo lo que en el manual existe de una forma más latente, menos visual. A mí ese trabajo de transmisión, de interpretación y comunicación me apasiona: en la docencia, en conferencias, etc.

Por último, no estoy hablando de cualquier docencia, sino de una docencia sobre el Derecho penal: algo que está enormemente próximo a los principios de la Justicia. Y esto llega a imbricarse de modo ineludible, a menos que seas un ladrillo sin sentimientos, con tus propios principios y aspiraciones éticas En esta labor didáctica, de promoción y divulgación de contenidos de Justicia, de principios penales, de derechos humanos, yo encuentro un incentivo más para dedicarme a esta profesión.

Por lo tanto, sólo puedo decir que, por suerte, con toda la ignorancia y desde una simple intuición o apetencia, hace más de veinte años que acerté con mi camino profesional.

Decía Julio Camba que “en Galicia se admite que uno sea original, pero no hasta el punto de irse a Madrid para no volver de ministro”. Como orgulloso gallego que eres, ¿te ha tentado alguna vez la idea de dejar de analizar las leyes para empezar a escribirlas -o, por lo menos, a votarlas en el Congreso, que lo de escribirlas nunca hemos tenido demasiado claro quién lo hace-?

No, no tengo una tentación de pasar a un ámbito en donde no tienes la misma libertad. Ni la misma libertad intelectual, ni la misma libertad de expresión. Entiendo perfectamente a quienes dan el paso, y entiendo que sacrifican esta mayor libertad que tiene el académico, el profesor universitario, para poder pasar a hacer realidad lo que están diciendo. Por supuesto que lo entiendo. Quizás yo sea más cómodo.

No obstante, dicho esto y reconocido mi pecado de pereza, eso no quiere decir que uno no pueda intervenir en política, en política legislativa. Intervenir como interviene el académico. En ese sentido, he tenido la suerte de tomar parte en distintas iniciativas, o dirigir alguna de ellas, en donde hemos intentado asesorar (¡y en alguna de ellas, incluso con éxito!), al prelegislador. Hemos podido elaborar informes técnicos, como el “Estudio crítico del anteproyecto de reforma penal de 2012” (que posteriormente sería la reforma penal de 2015), donde estuvimos trabajando más de 150 juristas entre profesores, jueces y fiscales, y que pusimos a disposición de todos los grupos parlamentarios. De hecho, el larguísimo informe contenía hasta propuestas de enmienda, que no en pocos casos los grupos parlamentarios asumieron y presentaron en el Congreso: fue una iniciativa dirigida por Javier Álvarez y por mí, organizada desde la Carlos III y publicada en Tirant Lo Blanch (en realidad, respecto de la misma reforma se emitieron muy distintos análisis e informes: también participé en otro promovido por el Grupo de Derechos Humanos del Colegio de Abogados de Madrid).

En 2010 pude organizar otro congreso que montamos precisamente para asesorar (y en ese caso debo reconocer que “se dejaron asesorar más”) al Ministerio de Justicia. El congreso, que dirigimos Lascuraín y yo en la UCM (anécdota: fue el único lugar donde encontré una mesa de trabajo a la que se pudiesen sentar 70 personas a la vez), con participación de varios proyectos de investigación universitarios, de jueces, fiscales, abogados, letrados del TC, etc., trataba de asesorar al Ministerio de Justicia en el proyecto de reforma de la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Y ahí lo que hicimos fue señalar carencias técnicas importantes en el Proyecto de ley y formular propuestas de mejora: unas pocas, las más importantes, fueron admitidas. Las actas, que como he dicho se publicaron en Tirant, se titulan “La responsabilidad penal de las personas jurídicas en el proyecto de reforma 2009, una reflexión colectiva”.

El académico puede influir en los debates públicos, máxime si hablas de académicos que se dediquen al ámbito del Derecho (y a una rama muy relacionada con los derechos humanos). Y creo que es una labor a la que, a lo mejor durante muchos años, no hemos prestado tanta atención desde la “torre de marfil” académica, pero que en los últimos años hay cada vez más puertas abiertas de colaboración técnica entre los proyectos legislativos y la Academia. 

Yo te quería hacer una última pregunta de este de este bloque. La tenía planteada con una frase de Fernando Savater, pero me parece de más utilidad el ejemplo concreto: yo me acuerdo que cuando en clase leímos tu texto titulado “Sexo, mentiras y fraudes de crédito”, no me acuerdo en qué punto concreto, nos dijiste que habías cambiado de opinión, o que en un punto no tenías razón… Y nos sorprendió mucho, porque creo que ese ejercicio de un acercamiento crítico a un texto, que a lo mejor ya tiene muchos años, ese esfuerzo por transmitir un cambio de opinión, no nos parece para nada que sea común, con carácter general, y sobre todo dentro de los de los profesionales del derecho. Entonces, te queríamos preguntar también si tú tienes esa misma sensación de que a lo mejor “las grandes verdades en derecho son un poco más difusas” y que en ciencia cuando una idea se queda atrasada se queda, digamos, “tajantemente atrasada”, pero que, en derecho, al ser siempre algo más difuso, uno puede seguir agarrándose a esa idea que tenía y que a lo mejor ha quedado obsoleta. ¿Crees que los profesionales del derecho tendemos más a agarrarnos a nuestras ideas, y que somos más reacios a cambiar de opinión? Y, ¿por qué a ti te parece importante ese ejercicio de decir “no, no, yo es que pensaba así, pero ahora pienso de esta otra manera, y esta ha sido la evolución del pensamiento, de la idea…”?

Siempre se ha dicho que entre los profesores universitarios hay una gran presencia de ego en términos negativos, pero yo debo decir que lo que he aprendido de los más grandes es que carecen de ese rasgo (al menos, que muchos de los más grandes carecen de ese rasgo). Y que, probablemente, lo que les haga más grandes es no necesitar el decir de sí mismos “tengo razón”. En ese sentido hay académicos a los que admiro sin límites, esté de acuerdo o no esté de acuerdo con sus orientaciones, precisamente porque al leerlos piensas: “aquí el pensamiento está vivo: he aquí una persona que sigue replanteándose, que está abierto a dudas, que cambia de posición, que admite que estaba equivocado, que admite su propia falibilidad, etc”. Y uno intenta humildemente seguir ese camino.

Bloque de cultura:

¿Qué tres obras musicales (pueden ser más, o menos), te haría más ilusión descubrir a alguien, desde un punto de vista de la “pasión” que surge cuando uno intenta transmitir eso que sintió por primera vez, y que tanto le gustó?

Me gusta mucho el enfoque. Por dos motivos. El primero, porque no se centra en la calidad artística musical, sino en las sensaciones, la emoción que te ha producido el contacto con una determinada obra, y segundo, por el proselitismo, por la idea de que cuando algo te apasiona quieres compartirlo.

Una faceta donde se da este proselitismo es en la paternidad. Cuando eres padre de personas que ya van entrando en la adolescencia se abre para ambos un mundo maravilloso, que es el mundo de compartir de un modo distinto la música, el cine, la literatura… Un momento de la vida maravilloso.

No obstante, y dicho esto, con la música me resulta muchísimo más difícil. Porque normalmente las sensaciones, los estados de ánimo, lo que hizo que una determinada obra musical te impactase más o te llegase más hondo, está enormemente relacionado con las vivencias concretas. ¿Por qué estabas especialmente sensible, y por qué a ese tipo de obra? ¿Por qué fue esa obra concreta la que te marcó? Porque te acompañó en un determinado momento, y quizás ahora no te impacte tanto. Y en eso se diferencia de artes más narrativas como el cine o la literatura, y lo hace más difícil.

Pero, por responder algo: recuerdo cómo compartía un disco que me acompañó muchísimo durante mi época alemana, que escuchaba al despertarme, que era “A irmandade das estrelas”, de Carlos Núñez. Un disco que me acompañó mucho, y que le he ido mostrando poco a poco a mis hijas. Recuerdo que recupera un pequeño villancico del siglo 19, dulcísimo, muy sutil, muy delicado; y que mezcla el folklore gallego con la música irlandesa o la música cubana, por ejemplo.

Pero insisto, me resulta enormemente difícil destacar una obra, porque traspasar la barrera de la evocación, explicar a otra persona por qué esto ha sido tan importante para ti, a mí siempre me ha resultado muy difícil y puedo hacerlo en contextos íntimos; pero es muy difícil de repente transmitir por qué una obra te ha impactado tanto.

La siguiente pregunta es una invitación a reflexionar sobre el poder de la cultura y los límites del derecho penal. ¿Quién ha ayudado más a la defensa de la memoria de las víctimas de ETA, Fernando Aramburu con “Patria” o el artículo 578 del Código Penal? 

Es una pregunta muy aguda. Y comparto la respuesta con quien la ha dejado tan clara en la formulación de la pregunta. Fernando Aramburu.

Veamos lo del delito de enaltecimiento. En el año 2000 se pretendió crear un tipo, una figura apologética que permitiese castigar la alabanza de un terrorista aunque no constituyese apología del terrorismo y aunque con ello no se generase peligro para nadie mediante la incitación a otras personas. Así lo declaraba de manera expresa su exposición de motivos, que luego pasaría a ser el preámbulo de la ley.

Esto supuso eliminar deliberadamente una garantía de la libertad de expresión: la garantía de que el Estado no prohíbe expresiones por ser miserables o herir las sensibilidades, sino que prohíbe expresiones porque pueden producir delitos. Y nada más.

Una garantía es un límite que se establece al uso del poder desde el conocimiento de la historia de excesos o abusos en la actuación del Estado. Y cuando se elimina una garantía, como dirían las aseguradoras, es una simple cuestión de tiempo que ocurra el siniestro. Cuando se elimina una garantía es una simple cuestión de tiempo que tenga lugar eso que la garantía quería evitar. Y fue lo que ocurrió: a los pocos años de que el legislador eliminase esa garantía, comenzaron a aparecer las condenas por chistes de Carrero, las condenas por tuits, etc. Condenas que el Tribunal Constitucional tuvo que parar recordándole al legislador: “no, no se podía crear un delito sin esa garantía”.

El artículo 578 CP, criminalizador de esta “semiapología del terrorismo” que es el delito de enaltecimiento, a día de hoy se asocia más a los excesos punitivos, a las condenas indebidas, que a la defensa de la memoria de las víctimas y de sus derechos. Y esto es un enorme fracaso: haber convertido la herramienta en problema, en vez de en solución para las concretas necesidades de las víctimas, es un fracaso.

Cuán diferente es la creación de una obra literaria que, desde distintas perspectivas (entre ellas, la de las víctimas del terrorismo) extiende la empatía de un modo accesible, comprensible; una obra que toca las claves de justicia y emocionales de una manera totalmente distinta. 

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Por último, nos dice con respecto al cine: “cuando hablo de cine en clase, me sorprende ver que se han cortado las comunidades culturales intergeneracionales con el cine. El consumo audiovisual actual se orienta más a las series, que pueden tener una enorme calidad cinematográfica, pero que son efímeras: salvo excepciones, dejan de verse muchísimo tras un tiempo. La gente por lo general no suele ver series de hace 10 o 20 años. Y esto hace que en los saltos generacionales nos encontremos con una cierta rotura del continuo cultural: entre personas que se llevan algunos años se pierden los referentes de cultura audiovisual común. Hace un par de décadas, de la mano del cine, quizá existiesen unas pautas más compartidas de consumo de producción audiovisual: una mayor comunidad cultural en este aspecto (aunque había modas, por supuesto), porque la obra cinematográfica tenía una mayor pervivencia en el tiempo. Esto se rompe cuando el audiovisual que se consume es más efímero”.

Esta entrevista ha sido realizada por José Manuel Cumbreras, Rodrigo del Saz y Juan García Herrera.

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