
Empecemos por las cifras, ¿te parece? Desde principios del milenio, la población encarcelada ha aumentado en un 20 % en todo el mundo, lo que es más que la poblacional global (18 %). Si bien en Europa la cantidad de reclusos ha disminuido en un 21 %, no ha sido suficiente para contrarrestar el aumento en Oceanía (60 %) y América (40 %). Más de dos millones prisioneros residen solo en los Estados Unidos, más de un millón en China y cerca de medio millón en la India. Para ponerlo en perspectiva, por cada 100 000 habitantes, los Estados Unidos tienen 698 prisioneros, China cuenta con 119 y la India posee 33.
Desafortunadamente, tras estas frías estadísticas se esconden vidas e historias que merecen una consideración acaso más humana.
A finales de 1983, en los Estados Unidos, asesinaron a un joven llamado DeWitt Duckett con el fín de robarle su chaqueta de la Universidad de Georgetown. En el caso se vieron implicados tres adolescentes sospechosos —Alfred Chestnut, Ransom Watkins y Andrew Stewart— que más tarde fueron sentenciados a cadena perpetua por homicidio. Pero no eran culpables. Una serie de informes policiales posteriores al asesinato contenían interrogatorios con varios testigos que apuntaban a que otro joven de entonces dieciocho años era el asesino. Un estudiante lo vio correr y deshacerse del arma, otro lo oyó confesar, algún otro lo vio usar una chaqueta de la Universidad de Georgetown aquella misma noche. Los investigadores, sin embargo, encontraron más atractivo el caso que involucraba a los otros tres chicos. Ningún testigo pudo identificarlos, pero el detective Kincaid, a cargo del caso, reclutó a los mismos testigos reiteradamente durante meses y los obligó a identificar a los tres adolescentes.
Cuando la policía llegó a cada una de las casas de los adolescentes a la 1 a. m. en el Día de Acción de Gracias de 1983, tenían una orden de registro para Chestnut y encontraron una chaqueta de Principiante de Georgetown en su armario. Chestnut dijo que su madre tenía el recibo de la chaqueta y se lo enseñó a la policía. No había sangre ni pruebas físicas que vincularan el abrigo a Duckett o al asesinato.
Pero el fiscal Jonathan Shoup dijo al jurado que la chaqueta de la víctima había sido encontrada en el armario del acusado, ¿y quién podría cuestionar semejante prueba incriminatoria? «A los dieciséis años, me lanzaron en una prisión», declaró Watkins, ahora con cincuenta y dos. «Fue una tortura. No hay otra forma de describirlo».
Vaya que no la hay. Entre 1973 y 2004, más de 7000 acusados recibieron la pena capital. De acuerdo con algunos investigadores, solo en los Estados Unidos, la cifra de condenas injustas de personas sentenciadas a muerte es del 4 %, la cual es sin duda una estimación conservadora. Aparte de las penas capitales, las condenas injustas pueden representar desde el 11 % de todas las condenas hasta casi la mitad. Las causas son variadas, desde testimonios falsos y errores de identificación, pasando por mala praxis oficial, hasta evidencia falsa o simplemente ilusoria. En un un informe publicado en 2009 sobre el estado de las ciencias forenses, la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos concluyó que «en un buen número de disciplinas forenses, los profesionales aún deben establecer o bien la validez de su aproximación o bien la precisión de sus conclusiones».
Tal es el caso del análisis de mordidas. De acuerdo con el informe de la Academia, no se ha realizado ninguna evaluación rigurosa acerca de la individualidad de cada mordida, por lo que ignoramos la cantidad de personas que pueden coincidir con una misma marca, y los estudios pocos estudios que ha habido no avalan la idea popular. A esto se suman factores como que los patrones de inflamación de la piel son todo menos uniformes entre las personas, lo que sin duda distorsiona la impresión de las mordidas. A la luz del creciente escepticismo del análisis de mordidas, el Comité Estadounidense de Odontología Forense, el organismo encargado de establecer las pautas de la disciplina, llevó a cabo una encuesta a varios expertos en la que les envió numerosas fotografías y les pidió responder a tres preguntas:
- ¿Hay suficiente evidencia en el material para dar una opinión sobre si la herida presentada es una mordida humana?
- ¿Es una mordida humana, no lo es o solo sugiere que podría ser una?
- ¿Tiene la mordida una curvatura identificable y marcas de dientes individuales?
En relación con la primera pregunta, el 90 % de los expertos encuestados solo pudo llegar a un consenso en apenas 20 de los 100 casos presentados. Para cuando llegaron a la última pregunta, solo en 8 casos se alcanzó un consenso del 90 % en las respuestas. Fueron resultados «inquietantes» pero «no tan sorprendentes», en palabras del profesor de leyes de la Universidad Cast Western Reserve. «Ha habido numerosos casos a lo largo de los años en que un analista de mordidas testificaba que una marca era una mordida humana, mientras otro testificaba que era algo completamente diferente, por ejemplo una picadura de insecto o la hendidura de una hebilla de cinturón».
Como verás, de las condenas criminales revocadas por pruebas de ADN, más o menos la mitad involucra errores en la evidencia forense —como mordidas—. Pero en casi tres cuartos de los casos (el 71 %, para ser exactos) se ha usado la identificación ocular. (Las cifras no son aditivas porque los casos frecuentemente pueden usar una combinación de ambas). El hecho es que la identificación visual y los testimonios pueden tener poca fiabilidad por varios motivos, el más habitual de ellos que la memoria es frágil. Pensemos en el atentado del 11 de septiembre. Varios investigadores han estudiado la consistencia y precisión de lo que las personas pueden recordar de aquel evento en distintos periodos, entre una semana y varios años después de que sucediese. Y aunque recuerdan bien la cantidad de aviones o la cronología de los acontecimientos independientemente de cuánto tiempo haya discurrido desde entonces, detalles como los nombres de las aerolíneas o las circunstancias en que se enteraron de los eventos se van desvaneciendo de la memoria con el tiempo (la precisión disminuye de un 86 % hasta un 57 %).
Los testigos también pueden mentir por distintas razones. Se pueden sentir intimidados por el ambiente del interrogatorio o por las técnicas de interrogación, pueden haber pasado muchas horas sin dormir, experimentar ansiedad y depresión… ¿Quién podría culparlos por solo querer ir a casa cuanto antes? Alrededor de un 12 % de los adolescentes sometidos a interrogatorio admite haber hecho falsas confesiones. El perfil psicosociológico de los jóvenes más propensos a realizar confesiones falsas es —o así parece— el de aquellos con un amplio historial de acosador-víctima (jóvenes que fueron acosados en su infancia y se convierten más tarde en acosadores), seguidos de las víctimas, con los acosadores siendo la menor cifra.
El resultado final de la combinación de todos estos factores es predecible. Si una persona inocente está en prisión, una persona culpable está fuera. Si las condenas anuales son 300 000 (en 2018, se condenaron a más de 286 000 personas en España, más de 160 000 en los Estados Unidos ese mismo año, poco menos de la mitad de las 339 000 en 2014), una tasa de error del 5 % significa que unas 15 000 personas inocentes son encarceladas cada año. Con una serie de correcciones estadísticas (porque algunas personas son condenadas por crímenes falsos), un equipo de investigadores ha estimado que entre 7000 y 13 000 delincuentes están en libertad como consecuencia. Lo que se traduce en entre 20 000 y más de 40 000 crímenes adicionales al año que podrían prevenirse.
Una imagen bastante sombría, ¿verdad? A lo dicho hasta aquí tendríamos que añadir el hecho que la pena capital, a decir verdad, no previene la delincuencia. En teoría, cabría esperar que el temor a ser penado de muerte disuadiese a los criminales, pero décadas de investigación no han producido resultados que confirmen la idea. Sea que comparemos la tasas de criminalidad de estados o países con pena capital con las de aquellos sin ella, o que comparemos las tendencias en aquellos donde se aprueba, no se ha encontrado ningún efecto en la conducta delictiva.
En realidad, es interesante que se observe lo contrario. Un buen número de convictos carecen de la capacidad para leer o escribir con fluidez, o en absoluto. Simon Short, un exconvicto, recuerda a un compañero de celda que decía: «Estaré aquí por diez o quince años, necesito ser capaz de enviar y leer las cartas de mi hijo». «Podía ver la sinceridad en sus ojos», destacó. Tras conseguir su libertad en 2011, Short ha dirigido una empresa que proporciona servicios educativos a los prisioneros. «La educación», explicaba un convicto que participó en el programa, «te devuelve el sentido de la vida», a lo que otro apuntaba que «es esencial porque revive la humanidad».
Razones no les faltan. Los programas de educación correccional han demostrado funcionar: no solo reducen la probabilidad de reincidencia, también aumentan la autoestima de los posconvictos, y le generan considerables ahorros al estado. En el apático lenguaje de los números, cien convictos que reciben educación le cuestan al estado entre 2 y 2.3 millones de dólares por un periodo de tres años, pero cien que no la reciben le cuestan entre 3 y 3.24 millones durante el mismo periodo. La frialdad de las cifras aparte, el beneficio humanitario no es menos perceptible: los posconvictos que participan en estos programas incrementan su autoestima y son menos propensos a la reincidencia delictiva.
Todo esto se combina con el hecho poco conocido de que las prisiones, por sí solas, no reducen el crimen. Es verdad que la prisión incapacita a los criminales al aislarlos de la comunidad; pero ese es el límite de sus efectos en la delincuencia. Una vez cumplida la sentencia, las personas pueden volver a su historial delictivo —y con frecuencia lo hacen—. Pero en aquellos países donde el trato a los delincuentes obedece a un trato más humanitario, donde no hay pena capital, la delincuencia tiende a ser menor de lo que uno estaría dispuesto a creer. Noruega es un caso ejemplar:
Aunque hospeda a algunos de los delincuentes más graves del país (incluyendo asesinato y violación), ofrece condiciones humanas. Viven en bungalós de madera seis hombres en una cabaña, cada uno con su propia habitación. Pueden preparar sus propias comidas y trabajar para ganar dinero para la comida. Reciben visitas semanales con relaciones conyugales permitidas. Se acostumbran a vivir como vivirán cuando sean liberados.
La prisión de Bastøy tiene una tasa de reincidencia del 20 %, frente a un 52 % en los Estados Unidos y un 46 % en Reino Unido. «Dirijo esta prisión como una pequeña sociedad», afirma el director Arne Kvernvik Nilsen. «Doy respeto a los prisioneros que llegan y ellos responden respetándose a sí mismos, entre ellos y a esta comunidad».
Las causas de la criminalidad son numerosas. Los sociólogos han apuntado que, entre el diverso abanico de factores implicados, los más significativos suelen incluir la pobreza, el estatus socioeconómico, la marginación o exclusión social y la desigualdad. Aunque no es apropiado saltar a conclusiones, tampoco es del todo arriesgado que estas son causas, siquiera parciales, del crimen.
Por desgracia, el trato inhumano es más la norma que la excepción. El encarcelamiento afecta negativamente la salud mental y general de los prisioneros y de sus familias. En adición a empeorar el bienestar psicológico y provocar ansiedad y depresión, las prisiones pueden incrementar la mortandad debida a enfermedades infecciosas o cancerígenas (en otros casos, debida también a suicidios por depresión). Los convictos experimentan un riesgo significativo de exposición a enfermedades como la tuberculosis, la hepatitis y de transmisión sexual. El encarcelamiento también puede influir directamente en la salud, por ejemplo al motivar el consumo de tabaco o de alcohol. En Reino Unido se estima que al menos el 10 % de los prisioneros sufre algún trastorno psiquiátrico. Y no son infrecuentes los obstáculos médicos para su tratamiento. Muchos convictos informan de que el personal suele ser extremadamente escéptico acerca de sus necesidades médicas. Un prisionero de 22 años narró que cuando llegó al Centro de Evaluación:
me dijeron que no querían darme mi medicación hasta que hiciera todas sus pruebas psicológicas. Entonces las hice, y dijeron que no creían que mis píldoras funcionaran para mí y que básicamente no las necesitaba […]. Eso realmente arruinó mi patrón de sueño y sufrí de insomnio por semanas y seguí pidiéndoles mis pastillas y nunca conseguí ninguna ayuda.
Un hombre de más de cincuenta años relató que, cuando se agotó su tratamiento, tuvo que esperar tres días para ver al doctor y cuatro más para conseguir su medicación. Otro de 23 años que sufría de insomnio afirmó que no le dieron su medicamento principal sino uno cuyos efectos secundarios incluían somnolencia: «Solo dormía unas pocas horas cada noche. Me estaban dando un antiansiedad que provocaba somnolencia».
En algún momento, la mayoría de las personas condenadas regresan a la sociedad, pero enfrentan cuantiosos obstáculos que impiden o dificultan considerablemente su reintegración en ella. De acuerdo con algunos cálculos, la implementación de programas correccionales podría ahorrar al estado al menos una tercera parte de lo que gastaría sin ellos, y la educación correccional podría generar hasta tres dólares por cada dólar invertido. «Los hombres construyen su propia historia, pero no como les place; no la construyen en las circunstancias que eligen, sino las circunstancias existentes, adquiridas e influidas por el pasado».