
El presente escrito se propone realizar un abordaje del tema de la violencia como un tipo de lazo social, como una forma de estar entre y con otros adolescentes y jóvenes. Contextualizamos este análisis centrándonos en la práctica que llevamos a cabo en una Institución Penal de Menores de Argentina, en el que se alojan adolescentes varones de entre 16 y 18 años de edad que cometieron un acto que la ley sanciona como delito.
Se trata de adolescentes atravesados por la vulnerabilidad psico-social, la fragilidad en los lazos, adolescentes que no están anclados en instituciones otorgadoras de sentido como pueden ser la escuela, la familia u otras. Nos remitimos a Ana María Fernández, quien habla de ‘procesos de vulnerabilización y no de vulnerabilidad, ya que dichos procesos son el resultado manifiesto de políticas de vaciamiento de pertenencias comunitario-subjetivas que han sido funcionales al vaciamiento económico y político del Estado y sus instituciones’ (2005: 133). Ella señala que los procesos de vulnerabilización social ‘quiebran toda posibilidad de ilusionar futuro, justo en la edad donde se hace necesario proyectar’ (2005: 134). Se componen así modos de subjetivaciones en virtud de los cuales se dejan estar en un presente permanente. Un presente que no se afirma en anclajes del pasado ni en proyectos de futuro que pudieran operar como organizador de prácticas y significados. Son estos mismos adolescentes, quienes encuentran en el delito la posibilidad de resolver problemas materiales y, en la violencia con otros la resolución de conflictos sociales.
Estos adolescentes han perdido su condición de ‘niños’ para ser etiquetados como ‘menores peligrosos’. No hay que perder de vista el poder de producir efectos que tienen las palabras. Al cambiar el modo de nombrar a alguien, cambia nuestra mirada sobre esa persona. Ya no estamos frente a una infancia en peligro que el Estado debe proteger, sino frente a una ‘infancia peligrosa’: la de la delincuencia, una infancia que es necesario encerrar para que no moleste. Esta infancia -más tarde adolescencia- abandonada y delincuente se transforma en motivo de vigilancia y cuidado. Estos niños y adolescentes, desde muy pequeños, se ven sometidos a una práctica de la cárcel por ser pobres, excluidos, marginales, sin por eso estar en una cárcel, o no todavía. Con práctica de la cárcel nos referimos a situaciones de humillación y hostigamiento policial, más allá de la privación de libertad. Sabemos que sobre estos pibes, la policía no necesita pruebas ni delitos para ejercer un castigo. El problema no es lo que hizo, sino lo que puede llegar a hacer. Y es en estos términos que nos referimos a la estigmatización y sobre-estigmatización policial, una estigmatización -ésta última- que está solapada a la vecinal. Son los mismos vecinos del barrio los que nombran al otro como un problema peligroso, creando las condiciones de posibilidad para que la policía transite el territorio.
Un “pibe chorro” es una persona a quien los demás consideran pibe chorro. La sociedad ha hecho de él un pibe chorro, una sociedad que apunta con el dedo. Los estigmas intentan agregarle certidumbre a la vida cotidiana, por ejemplo, cuando se etiqueta al pobre, que se junta en la esquina, como “peligroso”. Estos actores, ahora humillados, recrearán esa humillación a través de otras violencias.
La estigmatización de los pibes de las villas y asentamientos irregulares (modo en que se denominan a los barrios precarizados situados en zonas marginales), los incapacitan para ejercer sus derechos, se los coloca fuera de la comunidad porque se los vuelve extranjeros. La estigmatización deshumaniza. La cárcel crea un enemigo, es el mismo enemigo que habita en los barrios populares.
Son ‘pibes pobres’, y por eso gran parte de la sociedad da por hecho que son o serán ‘pibes chorros’. ¿Tal vez sea la estigmatización la que crea el delito? Consideramos que no existen los pibes chorros o pibes peligrosos, lo que existen son adolescentes hostigados por la policía que se ven empujados a asociar su tiempo libre a economías criminales; no existen pibes chorros, existen adolescentes encarcelados, que van a correr con desventaja quedando por fuera de los mercados de trabajo. Son los excluidos del Estado, los invisibles de la sociedad, de los que nadie espera nada, salvo que sean pibes malos y delincuentes. Afirmar que alguien es delincuente, implica colocarlo como un ser diferente, percibirlo como un otro absoluto, hostil, peligroso. De allí que la resolución frente a este problema sostenga: de él/ella hay que separarse o, más bien, es a él/ella a quien hay que separar. La cárcel es su lugar, nadie parece dudarlo.
Nos proponemos pensar y cuestionar las huellas que deja el paso por estas instituciones en aquellas personas que la deben atravesar durante su adolescencia. En una institución total, ¿qué posibilidades de fortalecimiento de lazos sociales no violentos hay, cuando todo está pautado de antemano? Exceptuando los espacios de producción colectiva que existen al interior de estas instituciones, es difícil pensar que la cárcel invite a generar lazos sociales no mediados por la violencia. Esto está marcado por el hecho mismo de que la violencia se hace presente y se manifiesta de entrada, cuando todo ya está preestablecido, cuando no podés elegir cómo ni con quién vivir.
Debemos plantear qué entendemos por violencia. En este sentido retomamos a Sergio Tonkonoff cuando habla de la violencia como ‘el acontecimiento aleatorio de aquello que un orden simbólico quiso expulsar para cobrar sentido y estabilidad’ (2014: 24). Es decir que la violencia no tiene una definición intrínseca, sino relativa al contexto sociohistórico en que nos situemos, no es igual en todos los períodos o en todas las culturas. Todo grupo social instituye puntos de exclusión que expulsen y mantengan a distancia ciertas relaciones, ciertas acciones, ciertas creencias. Ahora bien, al retorno de aquello que dicha sociedad rechaza, y que, sin embargo se presenta en su interior, es a lo que Tonkonoff se refiere al hablar de violencia. Entonces puede afirmarse que no rechazamos algo porque es violento sino que es violento porque lo rechazamos (colectivamente).
Para poder entender la violencia debemos pensar cómo habitan los adolescentes las situaciones de exclusión social. ¿O mejor deberíamos hablar de expulsión social? Tomando a Duschatzky y Corea en ‘Chicos en Banda’, estos nos dicen (…) ‘la expulsión social, (…) nombra un modo de constitución de lo social. El nuevo orden mundial necesita de los integrados y de los expulsados (…) El expulsado perdió visibilidad, nombre, palabra, es una ‘nuda vida’, porque se trata de sujetos que han perdido su visibilidad en la vida pública, porque han entrado en el universo de la indiferencia, porque transitan por una sociedad que parece no esperar nada de ellos.’ (Duschatzky y Corea: 2004:18). Por lo tanto, estamos frente a una violencia institucional (de carácter material, simbólica y represiva) que es parte de una violencia estructurante en la que viven y crecen estos adolescentes, que lleva a que encuentren diferentes maneras de volverse visibles, de lograr existencia, reconocimiento.
En este sentido, el modo de encontrarse con los otros también es la violencia, que aparece como una forma colectiva de construir identidad y prestigio. Poder tirotear al otro grupo es poder demostrar que se la ‘bancan’ y que no son ‘blandos’. Ahora bien, ¿por qué de esta manera y no de otra?, ¿qué otorga el arma que no lo otorga la palabra como método de mediación y resolución de conflictos?. Entendemos que es un tipo de pertenencia al barrio, un modo de identidad, de existencia y de supervivencia.
Si nos permitimos hacer un enlace entre lo expresado hasta el momento y la violencia que vemos reflejada al interior del Instituto Penal, podemos decir que en esta institución la violencia la percibimos en el hecho de que los distintos pabellones no pueden cruzarse entre sí, como así también al interior de cada pabellón, la violencia se manifiesta en los modos de relacionarse entre los adolescentes: los modos de nombrarse, las prácticas cotidianas de convivencia. El Instituto de Menores funciona a modo de extensión de la sociedad, los pibes que están al interior de esta institución son los mismos pibes que habitan los barrios populares. No nos referimos a las cárceles como un “adentro y un afuera”, sino que elegimos referirnos a las mismas como extensión. Se reproducen las mismas lógicas relacionales violentas que vemos en los barrios, ahora en un contexto de encierro.
Frente a esto es necesario abrir preguntas, no quedarnos con certezas que impidan poder allí generar rupturas, pequeños espacios donde algo diferente sea posible que se instale. No quedarnos con la imagen de que la violencia es el único modo que tienen estos adolescentes, es necesario habilitar otros espacios donde la palabra, la propia historia y la singularidad tengan su lugar.
Referencias Bibliográficas
Tonkonoff, Sergio (2014). “Prólogo”. En Violencia y cultura. Reflexiones contemporáneas sobre Argentina. Buenos Aires: CLACSO.
Fernandez, Ana M. y López, Mercedes (2005). “Vulnerabilización de los jóvenes en Argentina: política y subjetividad”. En Nómadas, N° 23.
Duschatsky y Cristina Corea (2004). “Chicos en banda: los caminos de la subjetividad en el declive de las instituciones’’. Paidós, Buenos Aires.
