La droga más dulce

Cuando al entrar en Instagram el primer anuncio que me sale es una oferta de clases de yoga no me sorprendo: el móvil ha estado escuchando la conversación que he tenido con mis amigos, como si fuese uno más del grupo. Nunca lo he practicado y nunca me ha interesado pero el teléfono ha entendido el objeto de nuestro debate y quería compartir su opinión. Como si me diese un consejo. Claro que, un consejo es algo altruista, todo lo contrario al objetivo que tienen las empresas tecnológicas que encienden los micrófonos de los dispositivos electrónicos.

A principios de septiembre se estrenó en Netflix el documental El dilema de las redes sociales, de Jeff Orlowski. El largometraje, que cuenta con los testimonios de ex altos cargos de empresas como Google o Instagram, tiene el objetivo de concienciar a la población del uso desmesurado de las redes sociales en la actualidad y los peligros que eso conlleva: si hace 50 años el negocio de los gigantes de la tecnología consistía en crear productos para vender a sus clientes, el negocio desde hace 10 años consiste en vender la información que ellos mismos les proporcionan.

En 2012 se rodó otro documental, El precio de lo gratuito, en el que se hablaba de la mercantilización de los datos en Internet. Por aquel entonces, si situamos la casilla de salida en 1992, Internet tenía ocho años. El mismo periodo de tiempo que ha pasado entre el estreno de El precio de lo gratuito y el de El dilema de las redes sociales. Tampoco es tanto. Claro que si hablamos de la web los parámetros cambian. Cuando veo el primer documental me siento como un narrador omnisciente: ya se me el final de la historia y cuando hablan de esas “tímidas” redes sociales y de Netflix, una plataforma con 12 millones de clientes, no puedo evitar reaccionar con ternura: “Y lo que viene”, pienso.

A estas alturas me es imposible negar que Internet se alimenta de mis datos y que además le doy permiso para que lo haga. Acepto cookies y políticas de privacidad sin pensarlo y ya no porque de pereza leerlas sino porque estorban en lo que busco. A corto plazo, que desaparezca esa cortinilla que me molesta es más importante que mi privacidad: click en “Acepto” y a mis cosas. Me da igual porque de forma directa no me doy cuenta. Sin embargo ahí empieza el comercio con la información que yo les entrego deliberadamente. En la siguiente página que consulto aparecen anuncios de libros, zapatos o clases de yoga que, casualmente, he mirado antes. Reconozco que da más rabia, por la pesadez de ir eliminando los pop up de la pantalla, que miedo. El caso es que ahí está mi recorrido por la red. Saben los portales por los que he pasado y aquellos en los que me he detenido más. Pero toda esta labor de espionaje sirve “Para mejorar mi experiencia como usuario”. En mi opinión ese es el problema: nos hacen creer que es por nosotros cuando en realidad rebuscan como carroñeros en nuestra basura para obtener un beneficio. La dualidad que tenían al principio Serguéi Brin y Larry Page –altruismo o lucro, capitalismo vs. no capitalismo– es ya anecdótica. No les culpo. Siempre hay que rentabilizar un invento. Al usuario no se le podía pedir dinero cada vez que entrase en el buscador así que había que buscar otras formas. Y buscando dieron con el Santo Grial: cobrar a los clientes sin que se diesen cuenta. “Si no pagas por el producto, tú eres el producto” afirma Aza Raskin, que ha trabajado para Mozilla Labs o Firefox.

Según los datos de Digital 2019, los españoles pasamos una media de 5 horas y 18 minutos conectados a Internet. Por cada segundo que estamos delante de las pantallas, Google recibe más información. Es una rueda bastante rentable. Todo el mundo gana: yo no pago y obtengo lo que he venido a buscar, las firmas cuelan sus anuncios y Google consigue dinero. Y mientras tanto, las empresas nos van conociendo más y más y nuestros datos se introducen en sistemas sin supervisión humana que compañías como Facebook utilizan para construir modelos que predicen nuestras acciones. A esto se le llama “capitalismo de vigilancia”.

Hablaban en El precio de lo gratuito del miedo a vivir, en un futuro no muy lejano, en una realidad Orwelliana. Eso ya no es un futuro, es un presente. Formamos parte de la red y salir de ella es casi un suicidio. La alineación de la población para convertirnos en una masa compacta a la que manejar cuyo resultado ha sido una generación criada en un contexto en el que objetivo de la conexión y la cultura no ha sido otro que el de la manipulación. La delgada línea que hay entre la sociedad de la información y la sociedad de la desinformación, esa en la que las fakenews tienen más importancia que la realidad porque lo único que les interesa a los medios de comunicación es el dinero que obtienen con cada clickbait.

Quiero creer que el ser humano es más listo que todo esto, que todavía somos dueños de nuestras acciones, pero sé que es algo utópico. Es una dinámica difícil de abandonar. Pertenezco a Google porque me compensa más comprar por Amazon o ver series en plataformas digitales que conservar mi intimidad. Cada día un poco más enganchados, más consumidores de Internet. Y qué curioso que solo se denomine consumer a los usuarios de la red y a los que toman drogas.

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Publicado por Julia Font

Graduada en Derecho y estudiante de Periodismo. Twitter: @juliafontg Contacto: jfontgb@gmail.com

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