
«¿Pero, qué hacen los hombres juntos?» y aparece el problema.
Michel Foucault
Hablemos de las periferias.
Es evidente que durante mucho tiempo la divergencia sexual o de género se situó en el entorno de lo periférico. Lo queer, entendido como todo lo que quedaba fuera de ese arco de circunferencia que lo normativo trazó para delimitar el límite ontológico, no comenzó hasta hace relativamente poco su camino para encontrar un lugar en los centros. Esta reubicación, el acceso a lo cognoscible, su reconocimiento mutuo, y la evidencia de que otras realidades eran posibles y podían habitar estos centros trastocaron las dinámicas sociales que hasta ese momento regían la norma común.
La década de 1960 se definió como clave en este proceso de reclamación de derechos y libertades que –siempre conviene recordarlo– vinieron promovidos por una serie de movimientos sociales los cuales, como bien apuntó Foucault en su momento, no contaban con un programa político aparente. Esta operación cambió vidas, mentalidades y actitudes, tanto de las personas pertenecientes a estos movimientos como las ajenas a ellos. Así, las reclamaciones encontraron respuestas en las políticas afirmativas de dotación de libertades y resignificación de colectivos oprimidos, dinámica en la que las sociedades democráticas occidentales todavía prosiguen avanzando.
Todos estos cambios no podían permanecer ajenos a los desarrollos espaciales que se operaban en la Arquitectura por entonces. Inicialmente esta línea arquitectónica estuvo reducida a unas pocas figuras que se convirtieron en pioneras al basar sus investigaciones y estudios en formas de proyectar “espacios queer”. La tarea no fue sencilla, y la nueva vuelta de tuerca a la cuestión del espacio, tanto público como privado, tantas veces abordada por los arquitectos, encontró oposiciones de no pocos. ¿Tenía sentido pensar espacios exclusivos para lo queer? ¿Podían las teorías post-identitarias proporcionar un marco de cobijo desde la arquitectura a esas poblaciones que no habían sido reconocidas, ni siquiera bajo lógicas de subordinación, en los entornos doméstico y urbano?
Las críticas arrojadas hacia esta arquitectura sostenían su argumentario en la exclusividad de los colectivos a los que iban referidas. Las evidencias eran más sólidas sin embargo. Pues contar con más factores a tener en cuenta a la hora de proyectar nunca puede restar sino sumar al proyecto, afirmar que nunca se han tenido en cuenta esos factores no es una invención, defender una superación de la lógica hetero-normativa no es capricho. La arquitectura tiene derechos, pero también deberes; muchos pendientes.
Hablemos del espacio privado.
Charles Moore afirmó: Las habitaciones son espacios no específicos, escenarios vacíos para la acción humana, en las que ejecutamos los rituales e improvisaciones de vivir. Proporcionan oportunidades generalizadas para que las cosas ocurran, y nos permiten hacer y ser lo que deseemos.
Precisamente. Hacer y ser lo que deseemos en nuestro hogar. La vivienda, campo de estudio que en realidad no fue tenido verdaderamente en cuenta por los arquitectos hasta principios del siglo XX, se pensó siempre bajo lógicas hetero-normativas. Las mejoras sucesivas a nivel sanitario y habitacional se presentaban siempre pensando en el desarrollo de una vida en familia, pero no cualquier familia, una familia bien concreta. Todo lo que se saliera de ese molde, pues, encontraba la mayoría de las veces dificultades para adecuarse a unos espacios que podían estar pensados en una generación de estancias para un matrimonio hombre-mujer, sus hijos, etc.
Fue lógico, entonces, que las indagaciones acerca de la cuestión queer en la vivienda se vieran encaminadas precisamente a liberar al espacio de la función asignada de forma predeterminada. La siempre mal entendida y mal citada sentencia “la forma sigue a la función” nunca pudo conducir más que a un encorsetamiento de la misma forma. ¿Cómo hacer un espacio de una forma determinada pensando en una función determinada si no sé lo que las personas que lo ocupen pueden llegar a hacer en él? ¿Cómo atreverme a determinar de esa forma al individuo?
Una casa es un refugio. Pero a veces el refugio se torna en prisión. Y la prisión oprime, tanto como saber que el verdadero espacio del placer no ha existido nunca. Que solo podemos pensarlo, desearlo y acercarnos. Acerquémonos:
En el proyecto Un chico, un bulldog, un huerto y la casa que comparten (2018) la Plataforma Husos demuestra que el deseo es un elemento de construcción más a tener en cuenta. A través de una reforma radical en una casa de modelo corrala madrileña, abordan la transformación de las estancias hacia unos espacios post hetero-normativos pensados bajo lógicas bioclimáticas acordes a una sostenibilidad energética. Tirar cerramientos, acabar con la opresión, liberar la función, abrir posibilidades, aprovechar el agua para tu huerto, pensar un futuro sostenible compartido… todo eso hace el proyecto. Y en medio de este amalgama de sueños, la cápsula; pieza clave del deseo alrededor del cual gira la vivienda, como punto de fuga donde coinciden todas las posibilidades habitables imaginables: encuentros sexuales esporádicos, siestas necesarias para turnos laborales nocturnos, reflejos de la naturaleza por el espejo-ventana…


Aunque de forma escasa y casi como tesoros preciados, estos proyectos demuestran que el pensar la privacidad de la casa de otra manera es posible. Y marcan moldes de actuación y desarrollo futuro al atreverse a luchar por romper con las dinámicas imperantes del mercado inmobiliario y los ritmos frenéticos capitalistas de la construcción, sin coto en su expansión irracional por el territorio a base de repetición continua de modelos eficaces y rentables; simples e hirientes.
Hablemos del espacio público.
Pese a los avances en el pensamiento de los lugares de lo común, las dinámicas parecen replegarse y envolverse sobre sí mismas en la esfera de lo privado. La mayoría de las ocasiones, los avances en el ámbito de lo público parecen inexistentes. ¿De qué sirve tomar las calles una semana para reivindicar derechos si el resto del año no puedes vivir tranquilo en ellas? ¿De qué sirve encapsular barrios en burbujas a las que les sucede un “friendly” si en el resto de la ciudad no hay nada que pueda suceder?
¿Puede una ley escrita resolver los problemas de la discriminación en lo urbano? Un día alguien me dijo que por mucho que digamos, todo lo que no esté dibujado no existe. No sé si alguien ha dibujado mi miedo. No sé cómo se proyecta el dolor en una superficie de papel. Sé lo que pasa cuando sales a la calle.
* * *
Camina y mira al frente. Ve un grupo de gente. No sabe nada de ellos. Ellos no saben nada de él. Cuenta los pasos. Demasiado largos, demasiado cortos. Aligera el paso. Acelera. Mira a su izquierda, después a su derecha. Se aproxima. Cada vez está más cerca. Baja la vista. Suda. No sabe qué van a hacer. Ellos no saben qué hacer. Quiere que no ocurra nada. Quiere pasar y que pasen. Quiere caminar. Quiere no tener que pensar en ellos cada vez que quiere caminar. Quiere no tener miedo.
* * *
Parece evidente que hay cosas que no están representadas y, sin embargo, ocurren. Parece evidente que hay zonas de nuestras ciudades que no son seguras. Y la otredad se hace más pequeña, casi imperceptible, como si no existiera. Y sin embargo, existe.


Hay cosas que se quieren ocultar. El cruising siempre perteneció a este grupo de cosas. Esta “perversión” del espacio público se sirve de sus carencias y defectos espaciales como modo de aprovechamiento máximo para su actividad, del mismo modo que se sirve de elementos de la naturaleza para ocultar y esconder. Aún a día de hoy, donde la inclusión de las colectividades podría parecer en apariencia totalmente asumida, esta práctica sigue siendo bastante común. Reflexiones como estas aborda Juan Ginés en cruisin (2019), donde toma como lugar de estudio el debate moral acerca del fomento o la prohibición de estas prácticas y genera, por tanto, arquitecturas en consecuencia. A la hora de permitir el deseo todos los materiales imaginables y equipamientos son posibles, tanto en los baños públicos como en el parque, donde si es necesario reinventar el mito de la cabaña primitiva se hará; se pasará por encima de Laugier, de sus piezas elementales y se complejizará para dar cabida a los nuevos afectos.
A la hora de su prohibición, el panóptico que anunciara Foucault en Vigilar y castigar (1975) se hace más real que nunca en ambos lugares. Baños y parques fomentan a través de su configuración formal la mirada inquisitiva, que incide sobre nuestras posibilidades de desarrollo en el espacio. Estas reflexiones interpelan, dialogan con nosotros; en definitiva, nos hacen cuestionar el espacio en que vivimos.


Hablemos una última vez.
He recorrido tantos espacios en esta periferia y no estoy seguro de haber respondido a las preguntas con las que empecé mi recorrido. ¿Qué hacen los hombres juntos? ¿Y dónde? Lo que sí estoy seguro de haber respondido es que no debería ser un problema. También estoy seguro de que las palabras dan cobijo, tanto o más que una estructura; que un texto puede ser un lugar de encuentro. Y, desde luego, también estoy convencido de que nos queda mucho camino por recorrer para llegar a los espacios que deseamos.